Hablamos con Alejandra – Vallejo Nágera, psicóloga, autora de libros como Eres más de lo que piensas, Todas las tribulaciones de una madre sufridora o Psicología de la seducción y referencia en gestión de estrés y mindfulness.
Se denomina estrés, aunque el término correcto es distress – estrés tóxico – a esa energía defensiva que emerge cuando la persona siente que no da más de sí o que una situación concreta es superior a sus fuerzas o capacidades. Este es el estrés consciente.
Hay también otro tipo de estrés inconsciente, que es más grave aún.
Sucede al menos un par de veces al día: personas de todo el mundo se prometen a sí mismas dedicar más tiempo a cuidarse. El organismo da señales que no siempre se toman en serio:
“Sí, es verdad que duermo poco, pero…”, “a veces la memoria me juega malas pasadas, pero…”, “es que tengo demasiadas cosas que hacer, pero…”
Ese pero es el mayor amigo del autoengaño. Ante la palabra estrés la mayoría de las personas reaccionan igual: “Uy, yo de eso tengo mucho pero…”
¿Pero qué? Creen controlarlo. Casi nunca sucede. Todas las promesas para descansar la mente, para reencontrarse consigo mismos, para limpiar de sus vidas aquello que lastra y que no es imprescindible se incumplen sistemáticamente.
Cuando te das cuenta, es el estrés quien se ha apoderado de tu vida.
Y aún así, se permanece inconsciente hasta que, a veces, el organismo acaba demostrando la cantidad de goteras que lleva consigo.
A lo largo de la vida mantenemos ilusiones, proyectos y objetivos. También suceden peligros de los que es fundamental protegerse. Necesitamos energía que nos permita mantener el tono vital adecuado para alcanzar estas metas y prevenir riesgos.
A esta energía motivadora y protectora es a lo que denominamos estrés productivo.
Es sano tenerlo y cultivarlo.
A veces la energía propulsora y protectora se desborda, sobre todo cuando nos sobrecargamos con más responsabilidades y proyectos de los que podemos abordar. La conciliación entre vida profesional, personal y familiar se vuelve difícil.
El sistema nervioso confunde entonces lo que es un auténtico peligro de lo que no lo es.
Comienza a actuar como si nuestra vida estuviese literalmente amenazada, cuando lo único que sucede es que tenemos algunas reuniones de trabajo complicadas o un conflicto con nuestro hijo adolescente. Los obstáculos más o menos normales se interpretan a nivel inconsciente como una abrumadora carga.
El organismo comienza a dar señales de alerta: dolores musculares, malas digestiones, alteraciones de sueño, conducta sexual insana, etc. Lo que sucede es que no hacemos caso, seguimos pensando que es una mala racha que acabará pasando y cuando ya nos damos cuenta es cuando hemos caído en un cuadro de ansiedad y/o depresión y/o enfermedad que nos impele a una baja laboral o a un tratamiento médico.
Lo cierto es que, a medida que nos sumergimos en el trepidante estilo multitarea, perdemos el contacto con nosotros mismos, con lo que nuestro organismo necesita, con lo que tranquiliza y satisface nuestras necesidades más profundas a nivel afectivo, neurobiológico y emocional.
Hacemos oídos sordos a las señales que indican que necesitamos un respiro, una pausa.
La mente se ve secuestrada por un pensamiento insistente: “no tengo tiempo”. Encuanto surgen estas palabras, el cuerpo se prepara para la lucha suministrando más cortisol y adrenalina, unos ingredientes químicos útiles de forma puntual y que se convierten en un veneno cuando se mantienen durante días y meses.
Enormemente aunque resulta fácil engañarnos a nosotros mismos creyéndonos que son síntomas pasajeros.
La atención se fracciona, el biorritmo se altera, nos volvemos competitivos, dejamos de ser competentes. Dejas de disfrutar y tu cerebro se prepara para la lucha sin tregua.
El cerebro gasta una enorme cantidad de neurotransmisores beneficiosos, el hemisferio derecho se bloquea, el hipocampo se estrecha, la amígdala (que gestiona las emociones) entra en caos, lo que nos lleva a tener alteraciones de carácter que apenas podemos controlar. Reaccionamos de forma desmesurada ante acontecimientos que no tienen tanta importancia.
Al mismo tiempo, un órgano que se va a ver seriamente afectado es el intestino. Por ejemplo, una situación de miedo, un trauma o un evento que genere tensión emocional fuerte pueden provocar diarrea, o vómitos o también pueden cortar la digestión. El sentimiento de soledad, la frustración o la baja autoestima influyen en el metabolismo, provocando un apetito tan desordenado como la digestión consiguiente.
La inestabilidad emocional invita a comer compulsivamente hidratos de carbono en las horas críticas, que suelen ser la media tarde y la noche.
Así se liberan rápidamente sustancias químicas en ambos cerebros que induce a una sensación momentánea de bienestar o de plenitud. Este mecanismo neuronal se agota enseguida, dando paso a una digestión dificultosa que provoca hinchazón. Este tipo de conducta suele provocar un fuerte resentimiento y culpabilidad, cosa que la persona (sobre todo mujeres) intenta resolver mediante el vómito.
Los pasos más importantes actúan en una doble vía.
Por un lado la empresa tiene que darse cuenta de que casi el 90% de las bajas laborales, con la consiguiente pérdida económica que ello supone, tienen en su origen el estrés tóxico.
Habiéndose hecho eco de esto, algunas grandes compañías han instalado un departamento de Mindfulness que provee ejercicios para practicar al inicio de la jornada. Por ejemplo, Google, Coca-Cola, Banco de Santander, UBS, entre otras, son empresas donde ya se conocen los enormes beneficios del Mindfulness y en las que yo intervengo desde hace bastantes años.
Por otro lado el profesional también tiene que estar atento a las señales de su mente y de su cuerpo ya que el nivel de tolerancia varía de un individuo a otro.
Resulta curioso que precisamente los empleados que más lo necesitan son los que menos acuden a aprender y a practicar.
La práctica diaria del Mindfulness modifica las ondas cerebrales de la siguiente forma: el estrés tóxico dispara hormonas y neurotransmisores acoplados al miedo, a la frustración, a la vergüenza, a la tristeza.
Es un proceso inconsciente, su pujanza perdura en el tiempo incluso a la hora de dormir. La práctica de los ejercicios de Mindfulness revierte este proceso, ayudando al cerebro de la persona a fortalecer esos agentes químicos cerebrales facilitadores de la calma, la confianza, la creatividad y la ilusión.
Por otro lado, lo bueno del Mindfulness es que está completamente insertado en el quehacer cotidiano; no precisa dejar el trabajo ni a la familia ni nada que se le parezca.
El Mindfulness se ha puesto de moda y esto me preocupa bastante. Ultimamente veo a formadores de Minfulness que carecen de la acreditación necesaria y que sólo porque meditan en un centro de yoga o han asistido a unos cursos de fin de semana se creen con capacidad para dirigir grupos.
Minfulness es mucho más que meditar, si bien la meditación es el ejercicio estrella.
La verdadera formación en Mindfulness exige 2 años de estudios sobre el cerebro humano, hay que pasar exámenes, supervisiones y es algo serio y muy profesional. La mayoría de los auténticos profesionales del Mindfulness somos neurólogos, psiquiatras o psicólogos.
En Estados Unidos los profesores más emblemáticos como Kabat-Zinn, o Siegel, entre otros, imparten clase e investigan en Harvard, UMASS o Yale. En España tenemos a los doctores en psiquiatría, bioquímica y psicología como Vicente Simón, Santiago Segovia, Rocío Carretero, Marta Alonso, Carmen Bayón, Gonzalo Brito o yo misma, que por nuestra formación profesional sabemos perfectamente que no todos los cerebros están preparados para iniciarse en Mindfulness sin antes firmar un consentimiento informado.
Al tratarse de algo que modifica las ondas cerebrales, puede tener efectos adversos en quienes consumen drogas, ansiolíticos o antidepresivos, han padecido cuadros psicóticos, presentan síntomas de hipocondría, etc. Desde aquí apelo a la responsabilidad de las empresas de contratar a formadores en Mindfulness que sean profesionales acreditados.
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